El temperamento de Dios
Basta con un ejemplo significativo para ilustrar la incapacidad de los dos testamentos de presentar una teología coherente. Se pueden encontrar dos ocasiones en la Biblia - una vez en el Antiguo Testamento y otra vez en el Nuevo – en las que Dios se enfrenta básicamente al mismo problema: La gente ya no recuerda darle culto; la fe se ha degradado, reduciéndose a una idolatría corrupta y mundana; abundan los pecadores y la humanidad necesita la salvación más que nunca.
En el Nuevo Testamento, Dios resuelve esta situación viniendo a la tierra en su forma humana para morir por nuestros pecados, ofreciendo su sangre como una clase de sacrificio redentor para la salvación de la humanidad entera.
En el Antiguo Testamento, Dios resuelve esta situación ahogando cada persona en el planeta, a excepción de un puñado, en un catastrófico diluvio masivo.
Difícilmente podría pensar en una muestra mejor que el diluvio universal para ilustrar lo radical del cambio de carácter al que me refiero. El Dios del antiguo testamento es, parafraseando a Pepe Rodriguez, un tirano contradictorio, arbitrario y cruel; legislador de mandatos terribles al tiempo que pasivo y complaciente ante hechos inaceptables. No ve ningún inconveniente en asesinar a todos los primogénitos de Egipto a causa de la terquedad de un solo hombre; manda a los Israelitas a masacrar a toda persona, hombre, mujer y niño, que tenía la mala suerte de habitar la tierra prometida antes de que llegaran los Israelitas. Decreta que la pena de muerte es un buen castigo para el “delito” de recoger palos el día equivocado; y además muestra un particular sentido de la justicia, pues no solo castiga a los culpables sino que castiga a sus hijos, nietos, bisnietos y demás generaciones inocentes (Dt. 28,46). Igualmente, castiga mujeres inocentes haciendo que las violen y haciendo atravesar con flechas a sus hijos. Y por si fuera poco, instituye la lapidación como castigo por las transgresiones más triviales: Según la biblia se debe apedrear a quienes trabajen en sábado (Ex. 31,14-15), a las muchachas que no sangren en su primera relación sexual (Dt. 22,13ss), a los hijos desobedientes (Dt. 21,18ss), a los homosexuales (Lv. 20,13), entre muchísimos otros.
Luego llegamos al Nuevo Testamento, cuando Dios viene a la Tierra en la persona de Jesús, ¿y qué consejo tiene para nosotros? Amad a vuestros enemigos; tratad al prójimo como deseas ser tratado, quienes empuñan la espada perecerá por la espada, ama a tu prójimo como a ti mismo, etc. Esta es, sin duda, una excelente filosofía moral, pero sería difícil imaginar un contraste más dramático con la moral anterior.
Basta con un ejemplo significativo para ilustrar la incapacidad de los dos testamentos de presentar una teología coherente. Se pueden encontrar dos ocasiones en la Biblia - una vez en el Antiguo Testamento y otra vez en el Nuevo – en las que Dios se enfrenta básicamente al mismo problema: La gente ya no recuerda darle culto; la fe se ha degradado, reduciéndose a una idolatría corrupta y mundana; abundan los pecadores y la humanidad necesita la salvación más que nunca.
En el Nuevo Testamento, Dios resuelve esta situación viniendo a la tierra en su forma humana para morir por nuestros pecados, ofreciendo su sangre como una clase de sacrificio redentor para la salvación de la humanidad entera.
En el Antiguo Testamento, Dios resuelve esta situación ahogando cada persona en el planeta, a excepción de un puñado, en un catastrófico diluvio masivo.
Difícilmente podría pensar en una muestra mejor que el diluvio universal para ilustrar lo radical del cambio de carácter al que me refiero. El Dios del antiguo testamento es, parafraseando a Pepe Rodriguez, un tirano contradictorio, arbitrario y cruel; legislador de mandatos terribles al tiempo que pasivo y complaciente ante hechos inaceptables. No ve ningún inconveniente en asesinar a todos los primogénitos de Egipto a causa de la terquedad de un solo hombre; manda a los Israelitas a masacrar a toda persona, hombre, mujer y niño, que tenía la mala suerte de habitar la tierra prometida antes de que llegaran los Israelitas. Decreta que la pena de muerte es un buen castigo para el “delito” de recoger palos el día equivocado; y además muestra un particular sentido de la justicia, pues no solo castiga a los culpables sino que castiga a sus hijos, nietos, bisnietos y demás generaciones inocentes (Dt. 28,46). Igualmente, castiga mujeres inocentes haciendo que las violen y haciendo atravesar con flechas a sus hijos. Y por si fuera poco, instituye la lapidación como castigo por las transgresiones más triviales: Según la biblia se debe apedrear a quienes trabajen en sábado (Ex. 31,14-15), a las muchachas que no sangren en su primera relación sexual (Dt. 22,13ss), a los hijos desobedientes (Dt. 21,18ss), a los homosexuales (Lv. 20,13), entre muchísimos otros.
Luego llegamos al Nuevo Testamento, cuando Dios viene a la Tierra en la persona de Jesús, ¿y qué consejo tiene para nosotros? Amad a vuestros enemigos; tratad al prójimo como deseas ser tratado, quienes empuñan la espada perecerá por la espada, ama a tu prójimo como a ti mismo, etc. Esta es, sin duda, una excelente filosofía moral, pero sería difícil imaginar un contraste más dramático con la moral anterior.
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